Argania Inostroza, titulado de Antropología de la Universidad Austral de Chile (UACh), dedicó su trabajo de titulación a investigar los cambios territoriales y sociales que experimentó la localidad de Niebla tras la instalación del puente Cruces en 1987. Su tesis “Niebla tras el Cruces. Aproximación a las transformaciones territoriales y representaciones sociales de la localidad de Niebla, Región de Los Ríos, tras la instalación del puente Cruces (1987–2022)”, orientada por la profesora Magdalena Navarro, explora desde una mirada etnográfica la historia reciente de esta zona costera. En esta entrevista nos comparte sus motivaciones, hallazgos y reflexiones sobre lo que significa investigar en y desde un territorio habitado.
¿Cuál fue tu principal motivación para investigar las transformaciones territoriales de Niebla?
Viví y habité en Niebla, y en general en la costa valdiviana, durante buena parte de mis estudios universitarios, entre 2014 y 2020, y luego durante todo 2022. Desde ese lugar fui testigo de la hospitalidad de su gente, a la vez que me sorprendí por la cantidad de estudiantes que, como yo, vivían allá sin mostrar mayor interés en conocer la historia reciente o no tan reciente de la localidad.
Esa falta de conexión con el pasado inmediato —los últimos 30 o 40 años— comenzó siendo una inquietud y terminó derivando en algo parecido a la molestia. Al fin y al cabo, no dejaba de parecerme sintomático de cierto individualismo colectivo: llegar a un lugar y usarlo como mero recurso o paisaje. Eso me llevó a conversar con vecinos y vecinas que ya conocía, a conocer nuevas personas, y a leer todo lo que existía sobre el tema. Fue así como llegué a una conclusión clave: nada de lo que hoy entendemos como la Niebla moderna sería posible sin la construcción del puente Cruces.
¿Qué cambios observaste tras la instalación del puente Cruces?
El puente, inaugurado en 1987, marcó un antes y un después en todas las dimensiones del territorio costero. Tan pronto como se construyó, comenzaron las transformaciones viales —como el asfaltado de la ruta T-350— y con ello llegaron las primeras micros a la zona. A inicios de los años 90 aparecieron los primeros migrantes desde otras zonas de la región.
Este proceso trajo consigo la expansión de infraestructura, sobre todo relacionada al turismo: negocios, arriendos de cabañas, etc. Entre el 2000 y el 2020 se intensificó la llegada de nuevos tipos de población migrante, lo que terminó configurando una Niebla muy distinta a la de décadas anteriores.
¿Cómo reaccionó la comunidad local ante estos cambios?
Hay una percepción amplia y a veces contradictoria. En un inicio, los primeros migrantes fueron identificados como “hippies”. Esa fue la figura con la que se esquematizó a “los otros”, a “los nuevos”. En un principio, la misma se imbricó relativamente bien con la identidad pesquera tradicional. Pero con el tiempo surgieron tensiones.
Hoy es común escuchar frases como “odio a los hippies”, aunque quien lo dice probablemente también haya sido señalado como tal alguna vez. Esto refleja un conflicto más profundo: desde fuera, incluso desde Valdivia, la identidad de Niebla empieza a verse como algo más ambiguo, menos ligado al mar y más al estilo de vida “hippie”. Esa representación sigue generando fricciones.
Lo que sí es compartido por todas las personas entrevistadas es la conciencia del puente Cruces como el punto de inflexión. Sin él, todo el proceso de transformación territorial no habría ocurrido como lo hizo.
¿Qué rol tuvo la etnografía en tu investigación?
La etnografía, entendida como enfoque, método y texto, fue esencial. Más que la antropología como disciplina, fue la etnografía la que me permitió distinguir, comprender y abarcar la complejidad de las transformaciones vividas por Niebla.
Fue también un puente —valga la metáfora— entre mi experiencia en el terreno y todo lo que leí, vi y escuché: literatura, tesis, películas, investigaciones previas, programas de radio. Nada de esto habría sido posible sin una disposición sensible al contexto, sin tiempo ni condiciones materiales, y sin el apoyo de mi familia y de docentes que me acompañaron en el proceso.
¿Qué te dejó este proceso de investigación?
Más que aprendizajes teóricos, me dejó vínculos afectivos con personas de Niebla. Con algunas de ellas sigo en contacto, más allá de que la tesis ya se haya terminado. Esos vínculos también son aprendizajes, aunque no puedan medirse ni resumirse en un informe. Siguen ocurriendo, siguen transformándome.
¿Qué mensaje le darías a nuevas generaciones de estudiantes de antropología?
Honestamente, me cuesta hablarle a personas cuyas subjetividades desconozco casi por completo. Pero si pudiera decir algo sería que no teman equivocarse, que no se angustien si no tienen una línea de investigación clara desde el principio.
La universidad, y la antropología en particular, puede ser muy hermética, incluso sectaria a veces. No hay que tener miedo a desertar de eso. Y por desertar no me refiero a abandonar, sino a escaparse de las visiones cerradas que dicen “la antropología es esto o aquello y nada más”. En esas fugas hay más profundidad que en muchos textos académicos.
¿Por qué crees que es importante estudiar antropología hoy?
Por los libros que se leen, sí, pero sobre todo por las personas que se conocen. Durante mi formación conocí mundos que no sabía que existían. A través de esas personas conocí nuevas literaturas, formas de narrar, historias, mitos, geografías. También viví experiencias terribles y otras exquisitas que no habría conocido si no hubiera estado tan perdido como cuando decidí entrar a estudiar esta carrera.