Perdices & perdigones

PerdigonesEn una conocida escena de La mirada de Ulises, el cineasta griego Theo Angelopoulos filma varios grupos de personas mirando la cordillera. El travelling los muestra quietos, a la espera; algunos con sus bolsos, otros abrazados o sencillamente acostados sobre la nieve. El contexto de la película indica que son generaciones de viajeros que buscan una vida en los Balcanes. Parecen fantasmas, espectros de una espera ancestral e indeterminada. Más que un periplo a la manera del flâneur, correspondiente a las ciudades del centro de Europa, estos exiliados provienen de una devastación. La niebla confunde el tiempo y, como en la novela autobiográfica de Sándor Márai, la familia de futuros fantasmas celebra todos los años de una vez, porque saben que es poco probable volverse a encontrar. Si extendemos la mirada de Ulises, actualmente estos emigrantes son los que intentan cruzar hacia la orilla de una Europa supuestamente civilizada y, en Latinoamérica, algunos viajeros provenientes de países vecinos desean también ingresar paradójicamente a Chile.

Perdigones de Guillermo Riedemann da cuenta de esta «historia»: es como si contara sueños de un destierro, aunque no al modo del extrañamiento surrealista, sino como espectros que estructuran nuestra vigilia. La «historia» parece articularse así: entre los extravíos de migrantes que a menudo sucumben huyendo de la miseria, pero que de todos modos merodean penando la historia. «Perdigones» significa tanto el ave como los balines de las escopetas. Puede usarse en este doble sentido: el viaje y la caza. Sin embargo, en el libro estas dos acepciones requieren de una precisión: presumen algo ocurrido, una guerra innominada que acabó incorporándose en la escritura de un sujeto anónimo. Hubo una lucha, hubo una historia, quedan los desterrados. Una tercera acepción —cuenta el poeta— es precisamente estar perdido. En Perdigones no existen nombres propios, pero sí cicatrices. Máculas de una batalla que se sigue gestando. Los viajeros no buscan lo inesperado de la modernidad o las fronteras de la vanguardia; perviven en un duelo que, a pesar de los síntomas de extravío, explora escenas de felicidad en las imágenes de la memoria.

La prosa poética permite una apertura hacia perspectivas que “narran” oblicuamente el desastre. El traslado a la prosa no guarda relación necesariamente con la anécdota; como los últimos e incisivos libros de Ennio Moltedo, quien también optó por este estilo renovado en el siglo XIX gracias a Baudelaire, pareciera que el resquebrajamiento del verso —su sonoridad y medida— abre posibilidades a una musicalidad de la derrota. «Será todo tan normal que terminará por ser normal», apunta de manera inquietante Riedemann, bajo la piel gruesa y cotidiana de la catástrofe. En La escritura del desastre, libro escrito también en prosa y sin títulos, Blanchot se refiere a la quietud del peligro, a la amenaza de lo inactual, al silencio de su desgarro. «No somos contemporáneos del desastre», dice Blanchot. Sin embargo, se escribe. En la elección por la prosa poética, Perdigones apunta de algún modo a esta búsqueda de un ritmo desacoplado de la belleza armoniosa, aunque paradójicamente recurra a ciertas escenas bellas. La devastación contiene algo de espera; la prosa poética es el testimonio de su inminencia.

Hay dos figuras que me parecen significativas como modos de aguardar el despertar del duelo y que a su vez lo acompañan, merodeando el periplo del viajero: por una parte, la mirada infantil o juvenil y, por otra, la insistencia en los animales (principalmente aves). La naturaleza no conforma una tierra indómita, sino que reafirma la ruina. Los cuervos se unen a los zorzales, tordos, cornejas y a los murciélagos, desterrados también del entorno. En «¿Por qué miramos a los animales?», John Berger afirma que antes del capitalismo del siglo XX, «los animales constituían el primer círculo de lo que rodeaba al hombre. Tal vez esto sugiera una distancia demasiado grande». Es decir, los animales están igualmente exiliados; viajeros que inquietan al ser humano y esconden un secreto con la mirada. Como en Perdigones, están refugiados en el exilio, apartados y al mismo tiempo acompañando la experiencia de los que han sido cazados por la historia. La mirada juvenil (¿de un adolescente?) recorre esta espera: regresa a escenas amorosas, las atesora en el paisaje interior que coincide con el sentido último del viaje. La inminencia de lo que puede venir.

Pensando en el primer poema, la devastación interioriza la densidad, suspende al lector en el borde de la frontera: «Más allá empieza el mar o termina la tierra. Ida y vuelta cruzan la frontera las ideas que tenías del principio y del final. El primero cada día más lejos no obstante el retorno al lugar que permanece en el mapa, estático en el límite amarillo de los últimos brotes de pasto que se hunde con dedos y raíces o es tragado por la boca del agua. El segundo cada día más cerca, aunque esta idea dependerá del lado de la frontera, que no es lo mismo que el punto de vista o el cristal. Porque no miras ni quieres, en vuelo de vuelta y de ida, seguro de encontrar el borde exacto y suspenderte». No es necesario recordar que también estamos hablando de Chile. Existen territorios denotados a lo largo del libro: la glorieta de La Reina, el Calle-Calle, por ejemplo, pero igualmente la Berggasse o la Vía Apia; es decir, «las alturas de las ruinas bajo un sol inminente». Astillas de una memoria fija en el espacio marcado por la barbarie.

Pero, ¿quiénes son los bárbaros? ¿Los que vuelven a la normalidad como si todo fuera normal, o los golpeados que «no tomarán las fotografías»? ¿Aquellos que «resistirán el fuego de gritos invisibles, sin hablar, sin rebeldía ante la tortura de los anfitriones»? Los desplazados no poseen el obturador de la historia; a menudo conforman el objeto de la cámara, al servicio de los titulares. Con todo, ese es el lugar desde donde se ha escrito la poesía más interesante de las últimas décadas en Chile. En esas máculas silenciosas, en prosa o verso, donde los signos se densifican. Y esta es la opción de Guillermo Riedemann. En vez de continuar la ruta ya ganada de cierta literatura norteamericana, convertida en Chile como referente exclusivo, prevalece un espesor equilibrado entre el filo de lo narrado y lo decible. Perdigones parece escrito en una zona fronteriza, mirando desde «un ojo huérfano, un ojo derramado, el Campo de Marte tomado por inmigrantes». El espesor proviene del reconocimiento de la violencia.

En «La poesía se vende», Eugenio Montale cuenta que «el cómico Amerigo Guasti rechazaba el regalo o adquisición de libros en paquete cerrados, diciendo “No me fío, pueden ser versos”». La gente, cuenta Montale, estallaba en risa. Sin embargo, esta broma puede plantearse en Chile desde otro ángulo. A pesar de los intentos de domesticación, la escritura poética mantiene su fuerza actual en la respuesta a la violencia a la que ha sido sometido el país. ¿La poesía, aún, no se vende? Por medio de la escritura, que no busca naturalizar el desastre, contesta con la fortaleza precaria del lenguaje a las agresiones de la historia. Habría que pensar desde dónde vienen actualmente los perdigones; cuáles son las fronteras a las hay que mirar y todavía seguir confiando en los regalos que puedan traer versos. Es posible que esta historia cambie, pero hasta el momento muchos poetas siguen dando cuenta del duelo y la espera del porvenir. «Penan las ánimas. Tengo en mis manos un cartucho vacío», dice en un fragmento Riedemann, y en otro que puede citarse como corolario: «Incumplir la condena, resistir hasta encontrar el modo de llevar dentro aquella espesura (…) Resistir hasta forjar un follaje de voces que apunte al centro, una trenza de manos y pies que paste sin pausa, y salten y corran para prolongar el universo».

Presentación de Perdigones de Guillermo Riedemann en Librería Qué Leo. Valdivia, 6 de mayo de 2017.