La izquierda y el debate en torno al Acuerdo por la Paz Social y Nueva Constitución

En estas últimas semanas se ha producido un intenso debate en torno al Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, sobre todo dentro de las fuerzas de izquierda (en sentido amplio) que, hasta el anuncio del Acuerdo, empujaban conjuntamente por una Asamblea Constituyente. El debate se ha polarizado en dos posturas principales: una que defiende el Acuerdo y busca mostrarlo como ganancia para el movimiento social, representada por los partidos y simpatizantes de la ex Concertación, algunos partidos y miembros individuales del Frente Amplio, y distintos actores del debate –con y sin tribuna mediática. Y otra, que critica el Acuerdo porque considera que se concretizó a espaldas de los movimientos sociales y del pueblo movilizado que lo hizo posible, representada por el Partido Comunista y algunas facciones del Frente Amplio, por la Mesa de Unidad Social y distintas organizaciones sociales y sindicales a lo largo del país, y sobre todo, por miles de personas en las calles que se niegan a aceptar dicho Acuerdo como un cierre de las movilizaciones. Como ejercicio de honestidad con el/la lector/a, declaro de entrada que me encuentro en este segundo grupo.

Al respecto, como primer punto a despejar, me parece que el problema del Acuerdo es de legitimidad y no de resultados. En política, la forma es tan importante como el fondo. Las luchas por una Asamblea Constituyente así lo demuestran; el pueblo busca decidir y que no decidan por él, independientemente de cuál sea el resultado final. En consecuencia, el principal problema del Acuerdo es de legitimidad. Más allá del resultado, su dificultad es de origen: se fraguó en el Congreso a espaldas del pueblo movilizado, y entre políticos que son vistos por la mayoría de la población como parte del problema y no de la solución. De hecho, el Acuerdo podría tener quórums más bajos y el problema persistiría. Por lo tanto, los argumentos técnicos que se centran en los resultados del Acuerdo no logran comprender eso: que el problema es político y no jurídico.

Nadie duda del necesario aporte que abogadas/os pueden y deben hacer al proceso constituyente, pero este es el momento de la política entendida en su definición más llana: como la disputa por el poder. Lo que ha pasado en más de un mes de movilizaciones es el mejor ejemplo de cómo la política supera los espacios institucionales y de que el pueblo –en tanto soberano– exige incidir, decidir, parlamentar, en definitiva, entrar en la lucha por el poder. La Asamblea Constituyente expresa claramente lo anterior, porque la lucha es por establecer un mecanismo que permita al pueblo hacer uso de su poder soberano de autonormarse. Nada se sabe sobre el resultado de esa Asamblea. Extremando el argumento, podría ser, incluso, una mala constitución la que de allí derive. Pero eso sería harina de otro costal. La lucha es por devolver el poder soberano al pueblo. Es decir, es pura forma, mero mecanismo. Que el pueblo decida basta como argumento político.

Como segundo punto, me parece innegable que el Acuerdo le da una salida al Gobierno y una posibilidad real de terminar su mandato a Piñera, cuestión que hace sólo unos días se veía dificultosa. Por el contrario, de haberse considerado en la negociación a los movimientos sociales y sindicatos agrupados en la Mesa de Unidad Social, seguramente ésta habría exigido como piso mínimo –entre otras cosas– que se asumieran responsabilidades políticas por las gravísimas violaciones a los Derechos Humanos perpetradas este mes de movilizaciones. En otras palabras, aunque quienes defienden el Acuerdo insistan que su firma no quita que se siga persiguiendo estas responsabilidades, no son pocas/os entre sus filas las/os que se han restado y han criticado los esfuerzos en esa dirección, como la acusación constitucional contra Piñera. Pero, sobre todo, con su firma validaron a un Gobierno que tiene las manos manchadas con sangre, favoreciendo por acción u omisión que Piñera no responda por los más de 200 ojos mutilados, las más de 270 personas torturadas, las violaciones, los heridos, los más de 20 muertos y, sobre todo, por la ineludible responsabilidad que le cabe como presidente tras haberle declarado la guerra a su propio pueblo.

Como tercer punto, lo anterior no quita que, igualmente, los resultados del Acuerdo dejan dudas y zonas grises. La primera, que el órgano constituyente pareciera más bien estar constituido, ya que los quórums y otras materias están predefinidas. Que su nombre sea Convención Constitucional y no Asamblea Constituyente es una diferencia algo más que semántica. La segunda, que no considera la posibilidad de participación del pueblo organizado más allá de la representación. Por lo tanto, replica las lógicas de la democracia representativa y vertical del orden social constituido en un espacio que debiera ser constituyente y que, por tanto, requiere el trabajo de base a través de cabildos u otras instancias similares que el pueblo mismo ya se ha estado dando.

Esos tres puntos en disputa dentro de la izquierda tienen como telón de fondo, a mi parecer, una cuestión de clase. Porque la izquierda que apoya el Acuerdo ha salido en masa a señalar que exigir más democracia y participación es irresponsable, que carece de realismo y que es, incluso, deshonesto. Pero, ¿quién decide cuándo es suficiente? Conscientes o no, hacen un llamado al orden desde una determinada clase, “ocupando” ellos el lugar de quien decide, el lugar del patrón. Pero este último mes ha quedado demostrado que quien decide es el pueblo movilizado en las calles. Es el pueblo, haciendo política deliberativa en los cabildos, y política de manifestación y resistencia en las calles, el que ha corrido esa barrea de lo posible abriendo la puerta a una nueva constitución.

Lo anterior no impide que estar conforme con lo alcanzado y argumentar a favor del Acuerdo sea una posición completamente legítima. Son posiciones políticas con las que habrá que discutir. Pero sí considero ilegítima la postura que, diría, es mayoritaria en las vocerías de la ex Concertación y parte del FA, que cataloga de irresponsable y hasta poco ética la crítica que hace del Acuerdo esa “otra” izquierda. Los principales argumentos de la izquierda conforme con el Acuerdo hacia la inconforme son: que le hacen el juego a la derecha, que son maximalistas y voluntaristas, que carecen de responsabilidad, que desinforman, que cometen una deshonestidad, y hasta que son una “izquierda neoliberal” (como señaló Gumucio en esta columna)

Esta postura no sólo quiere cerrar la política en la técnica (ya se alcanzó todo lo que podíamos, es hora que cada cual vuelva a lo suyo) sino, además, no entiende la política (o no quiere hacerlo), porque invalida las críticas al Acuerdo desde la moral (por irresponsables y todo lo que se dijo), cuando posicionarse públicamente en un escenario de debate político es, precisamente, hacer política. En otras palabras, la posición de la izquierda conforme con el Acuerdo quiere decidir de antemano quiénes hacen política y quiénes no. Los firmantes del Acuerdo hacen política, los que no, sólo ponen trabas a la política. De esta manera, se elabora un argumento inmediatista y maniqueo, bajo la lógica falaz de los buenos y los malos.

En efecto, ¿qué dicen quienes apoyan el Acuerdo de que éste haya sido rechazado por la Mesa de Unidad Social y sus más de 200 organizaciones sociales y sindicales? Hasta ahora no se ha escuchado nada. Claramente, insisto, podrían disentir con Unidad Social y sería completamente legítimo. Pero lo extraño es que hace unos días, la sola existencia de Unidad Social les parecía garantía suficiente de participación popular y legitimidad. ¿Es que –a su juicio– la Mesa de Unidad Social y los sindicatos dejaron de dar esas garantías? Sería interesante escuchar sus reflexiones al respecto.

A mi juicio, lamentablemente la democracia política sigue siendo un bien escaso en algunos sectores de la izquierda. Pero no la Democracia con mayúscula de la que hablan en el Congreso, siempre arropada institucionalmente. Sino la democracia con minúscula, la cotidiana, la embarrada de calle, la que es legal y legítimamente soberana. Esa democracia que el pueblo ya empezó a vivir sin pedir permiso ni preguntarle a nadie.