En los últimos años, y con creciente fuerza, la opinión pública se ha visto estremecida por horrendos crímenes cometidos contra mujeres. Algunos de ellos, han implicado graves lesiones corporales, violaciones, mutilaciones físicas de una crueldad inimaginable y pérdidas de vidas. Otros, daños sicológicos profundos, heridas del alma difíciles de curar. Diferencias salariales y segregaciones laborales, que por años se tomaron como parte de una naturaleza social, aparecen hoy en día como inaceptables. Nada de esto es nuevo. Lo novedoso es que hay víctimas que no están dispuestas a dejarse acallar, mujeres que, a riesgo de sus vidas, sus trabajos y su honra, se atreven a denunciar estos crímenes y un sector cada vez más amplio de ciudadanos dispuestos a procesar y, si amerita, condenar a los criminales e impulsar un cambio histórico cultural que erradique estas prácticas de la sociedad contemporánea.
Más allá de esta potente y necesaria sublevación, hay ciertos fenómenos que, a nuestro parecer, mostrando, encubren. Uno, es el sensacionalismo, de índole farandulesco o intelectual, que pretendidamente cercano a las víctimas, oculta, tras la pantalla de la fama y la consigna, los abusos que día a día, en cada hogar, en cada oficina, en cada fábrica, en cada barrio, se siguen cometiendo en contra de mujeres que no tienen el acceso a los medios de comunicación, sino cuando son víctimas en el sustrato espectacular —de espectáculo, de lo que se especta, de lo que se mira inquisitorial y, a veces, morbosamente— de la crónica roja. Modificar esta cultura requiere de un enorme esfuerzo, que cambie desde las costumbres diarias hasta lo más profundo de nuestras almas.
El otro, es el hecho social de una enorme mayoría de hombres que no son acosadores, que no son violadores, que no son abusadores y que trabajan duramente y codo a codo con sus parejas para sostener un hogar, educar hijos, muchas veces proteger a sus mayores y construir el amor, tan difícil en estos tiempos de cólera. Estos hombres luchan día a día con una herencia social consuetudinaria, marcada a fuego desde la más tierna infancia. Desde el camión y la muñeca. Por eso, feministas, no escriban: “Fuera los machos”; escriban: “Dentro los machos”, porque más allá de sexo y género, palpitantes de humanidad, nos necesitamos en el amor, como la especie en peligro de extinción que somos.